Por Alfredo López

El miércoles 30 de diciembre de 1903, en plenas navidades, en el Iroquois Theatre de Chicago se representaba en su sesión del mediodía la obra ‘Sr. Barba Azul’ y que se trataba de una adaptación musical para todos los públicos del célebre cuento homónimo del francés Charles Perrault.

La sala, con un aforo superior a las 1.600 butacas, estaba abarrotada por un público familiar, siendo principalmente los espectadores que ocupaban la mayoría de las localidades mujeres acompañadas por sus hijos. Pero el público asistente era muy superior al aforo, ya que se vendieron alrededor de 400 entradas a público que estaba de pie en los huecos y pasillos.

El teatro Iroquois se había inaugurado tan solo cinco semanas antes y se había convertido en uno de los acontecimientos sociales y culturales de la sociedad chicagüense, quienes asistían a todas sus representaciones en una de las salas más modernas y espectaculares de la época.

Disponía de tres plantas entre las que se repartían las mil seiscientas localidades: la platea (donde se situaban las personas de clase media), los palcos del primer piso (para los más pudientes de clase alta) y una galería o anfiteatro (de butacas a menor coste).

Las fechas navideñas, además de poder acudir a una representación en el flamante teatro, propició para que la sala estuviese llena de público ansioso de disfrutar de la experiencia.

Pero, tal y como ya ha ocurrido en otras ocasiones a lo largo de la Historia, una concatenación de errores y malas decisiones provocó que aquel 30 de diciembre de 1903 tuviera lugar la mayor tragedia acontecida en una sala de teatro de Estados Unidos y una de las peores vividas en Chicago (evidentemente sin olvidar el gran incendio de 1871 que asoló la ciudad).

Poco después de las tres de la tarde, tras iniciarse el segundo acto, una de las lámparas que iluminaba el escenario desde el foso tuvo un cortocircuito (posiblemente por sobrecalentamiento), provocando que saltaran unas chispas que empezó a incendiar todo lo que había alrededor e iniciando un camino de fuego hacia arriba, quemando velozmente telones y decorados, para acabar arrasando con todo el teatro.

A pesar de ser un edificio de nueva construcción el teatro Iroquois contaba con una serie de deficiencias que provocó que el incendio no solo lo redujese en cenizas, sino que fallecieran más de seiscientas personas que no pudieron escapar de las llamas (concretamente 602 muertos y 250 heridos graves).

Uno de los mayores problemas con los que se encontró el público para poder salir de allí fue que las puertas de acceso a la calle no se abrían hacia afuera sino hacia el interior y la avalancha humana que corrió hacia ellas provocó que se hiciera un tapón de personas, en estado de shock, que impedían abrirlas.

A pesar de ser un gran edificio, el teatro tampoco contaba con suficientes tomas de agua y solo había media docena de extintores que de nada sirvieron, ante la magnitud del incendio.

Quienes primero pudieron salir del teatro en llamas fueron aquellos que se encontraban de pie viendo el espectáculo y los de las localidades más baratas (ya que había un acceso directo desde la calle hasta el anfiteatro superior), aunque muchas de las escaleras contra incendios todavía estaban sin terminar.

Quienes peor lo tuvieron para salir de allí fueron los que ocupaban localidades más caras (platea y palcos) debido a que era la zona más cercana al escenario, donde se inició el incendio.

Entre los fallecidos (la mayoría mujeres y niños) hubo un gran número de pertenecientes a las familias más importantes y de la clase alta chicagüense.

Numerosos son los expertos que ponen el trágico incendio del teatro Iroquois de Chicago como uno de los más claros ejemplos de despropósitos e ineptitudes, sirviendo para explicar cómo no se debe realizar la construcción de un edificio que en sus salas albergue una multitud de personas y, sobre todo, cómo no se debe gestionar una emergencia y evacuación.