Hace 503 años, la expedición Magallanes-Elcano completó por primera vez la circunnavegación del planeta. Cinco naves con unos 250 hombres a bordo partieron de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre de 1519. Tres años más tarde, solo un puñado de supervivientes arribaría a puerto.

En el verano de 1519, hace ahora 500 años, partía de Sevilla una flota al mando de Fernando de Magallanes, veterano navegante portugués que le había vendido al rey de España su idea de llegar a las islas de las Especias por el oeste. Ni él, ni el joven soberano que confió en su intuición ni Juan Sebastián Elcano, el experimentado marino vasco que acababa de enrolarse como maestre en una de las naves, podían imaginar que aquella expedición acabaría por circunnavegar por primera vez el planeta, haciendo historia.

El hambre y la fatiga para todos, la muerte para muchos y la gloria para unos pocos elegidos fue el balance de la gesta que conectó el mundo entero por primera vez. La historia de quienes vivieron para contarlo y de quienes murieron en el intento ha llegado hasta nosotros a través de varios de los hombres que la protagonizaron, especialmente el piloto griego Francisco Albo, el marinero español Ginés de Mafra y el cronista italiano Antonio de Pigafetta. Solo la de este último, «un incondicional de Magallanes», se publicaría íntegramente tras el regreso de la expedición. Sería la visión de este hombre con alma de reportero la que condicionaría en gran manera la narrativa actual sobre una expedición que dio la vuelta al globo sin haberlo pretendido.

Fernando de Magallanes reunía los conocimientos, la experiencia y la motivación obtenidos durante sus expediciones al servicio del rey de Portugal. 

La idea no era nueva. Colón ya la había esgrimido ante los Reyes Católicos 30 años antes, con unos resultados conocidos por todos. Es probable que ambos marinos bebieran de las mismas fuentes: el mapa, hoy perdido, de Toscanelli, que «demostraba» que la distancia por el oeste era sensiblemente inferior a la de la «ruta portuguesa». El monarca Manuel I de Portugal rechazó la propuesta de Magallanes, quizá porque no necesitara una ruta alternativa o quizás asesorado por su Junta de Matemáticos, que de un modo intuitivo halló disonancias en las distancias establecidas por Toscanelli. Las había, efectivamente: basándose en los cálculos de Ptolomeo, Toscanelli pensaba que la Tierra era una cuarta parte más pequeña de lo que en realidad es y estimaba su circunferencia en 29.000 kilómetros en lugar de los 40.000 que ahora sabemos que mide. Un error de cálculo.

Rechazado por el rey portugués, Magallanes arribó a España acompañado de Rui de Faleiro, un prestigioso cosmógrafo que afirmaba ser capaz de calcular la longitud geográfica, la codiciada variable que faltaba a la hora de realizar las mediciones en el mar. Ambos diseñaron una propuesta, contactaron con importantes valedores como Juan de Aranda, factor de la Casa de Contratación; Diego Barbosa, alcaide de los Reales Alcázares de Sevilla, y el comerciante burgalés Cristóbal de Haro, representante de los banqueros centroeuropeos Fugger. Consiguieron así que Carlos I, el jovencísimo soberano español, los escuchara.

Aseguraban conocer un «paso» a través de las Américas para bordear el nuevo continente y llegar a ese mar del Sur que Vasco Núñez de Balboa había avistado ya cinco años antes. Y eso no era todo: podían demostrar que las Molucas se ubicaban en la parte española del Tratado de Tordesillas. Una afirmación arriesgada sin conocer el tamaño del mundo, pero tan atractiva –y lucrativa, en el caso de ser cierta– que el monarca español no necesitó mucho más para ponerlos al mando de una flota.

En marzo de 1518 se firmaban en Valladolid las capitulaciones entre el rey español y el navegante portugués. En ellas quedaban fijados los objetivos (la búsqueda de un paso por el sur de las Indias que condujera a las islas del Maluco y la constatación de que se hallaban en zona española), las obligaciones (no entrar en conflicto con tribus locales, no penetrar en la demarcación portuguesa e informar puntualmente de la derrota al resto de los capitanes) y las recompensas (el ingreso en la Orden de Santiago, una participación en los beneficios y un sistema de señorío en función de las nuevas tierras descubiertas).

La expedición, con un coste de ocho millones de maravedíes (lo que hoy serían 1,5 millones de dólares ahora), fue financiada por la Corona de Castilla, los Haro y los Fugger. Pese a los rumores de que el rey de Portugal intentaría por todos los medios sabotear la expedición, mientras las naves se aprovisionaban en Sevilla el sueño de Magallanes parecía a punto de materializarse.

El 20 de septiembre de 1519, 40 días después de haber zarpado de Sevilla, las naves iniciaron su travesía.

Felices al encontrarse por fin en un océano engañosamente pacífico, pusieron rumbo a la línea del ecuador y a las ansiadas islas. Ni siquiera se pararon a aprovisionarse. No tenían modo de saber que estaban ante el mar más grande que se había navegado nunca. Tampoco que, desde allí, estaban a la misma distancia de las Molucas que del continente europeo.

¿Hubiera actuado de otra forma Magallanes de saber el vastísimo océano que les aguardaba? Es difícil de evaluar. Durante tres meses de desesperación navegaron rumbo noroeste, en busca del ecuador y las Molucas, sin tierra a la vista, víctimas del calor, la quietud, el hambre, la sed y el escorbuto, pasando junto a islas que jamás llegaron a ver. Había muerto una veintena de hombres y habían recorrido más de 13.000 millas cuando lograron aprovisionarse de fruta fresca en la actual isla de Guam, en las Marianas. Para cuando las tres naves restantes alcanzaron las islas de San Lázaro, hoy Filipinas, era evidente que las Molucas, en la línea del ecuador, habían quedado bastante más al sur.

«Sus hombres empezaron a sospechar que se había perdido –señala Mollá–, pero eso era imposible». Juan Sebastián Elcano señalaría más tarde que el capitán general «nunca tuvo intención de alcanzar esa derrota». Los historiadores opinan que, efectivamente, Magallanes ya no tenía tanta prisa por llegar a la especiería. «No olvidemos que obtendría el señorío de al menos dos de las islas que encontrara –recuerda Higueras–. Es posible que los nuevos territorios que fue encontrando lo desviaran de su misión». Para Mollá, no es la ambición lo que guía al navegante portugués: «Ya ha conseguido el paso que buscaba, ahora quiere algo más que las especias. Necesita establecer nuevas alianzas y hacer méritos ante el rey».

El 6 de septiembre de 1522, en el muelle de Sanlúcar de Barrameda, un puñado de supervivientes derraman lágrimas de emoción por hallarse de nuevo en la tierra que dejaron tres años atrás. Mientras, aún a bordo de la destartalada nave que los ha traído a casa, Juan Sebastián Elcano escribe una carta al emperador Carlos V, a quien jamás hubiera imaginado dirigirse. Con unas líneas sobrias que a duras penas contienen la emoción del momento, da la primera noticia oficial de la realidad que habría de cambiar la concepción de las cosas: «Sabrá Vuestra Majestad que hemos dado la vuelta a toda la redondez del mundo».