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Los trabajadores norteamericanos pagan la guerra de Ucrania

 

El presidente Joe Biden anunció el jueves que pedirá al Congreso 33 mil millones de dólares para financiar la guerra de Ucrania.  Lo que sumado a los primeros 13,600 millones primeros, más los 800 de los que dispuso del gasto discrecional de la Casa Blanca ya sumarían casi 48 mil millones aproximadamente.

El Congreso, sin dudas será un mar de manos levantadas apoyando la iniciativa presidencial para salvar a “los pobres ucranianos de las garras del oso polar ruso”.

Pero resulta que a esta película llegamos a la mitad y nadie se ocupó de contarnos el comienzo, por lo que solo vemos y creemos en lo que ocurre después de ocupar la butaca.

Esos miles de millones, que no se gastan aquí en ayudar a los jóvenes a pagar sus deudas de las garras de los osos de los bancos, no son para salvar a los civiles cuya tragedia presentan los medios de comunicación todos los días las 24 horas de cada uno, sino para prolongar la guerra en Ucrania lo mismo que se hizo con la de Vietnam en los años 60s y darle vida a la industria pesada americana que crece y se fortalece como un vampiro con la sangre de los muertos.

No vimos el comienzo y no nos enteramos de que la guerra en Ucrania fue provocada por la expansión de la OTAN, que bien puede llamarse ejército imperial.

En el siglo 21 la industria de la guerra, en vez de reducirse en un mundo en el que cada día se clama más por la paz, se ha extendido a limites que presagian una historia final.

Los soldados no cocinan sus comidas ni salen a los frentes de batalla.  Los contratistas de la Halliburton, por ejemplo, se hacen cargo de la alimentación, el transporte de materiales bélicos y hasta de las atenciones médicas a los soldados.

Los frentes están a cargo de ejércitos privados con miles de mercenarios bien pagados y sin ningún tipo de regulación convencional que los prive de usar la fuerza abusiva contra civiles como y cuando lo quieran.

El fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, conocida como URSS en el 1991, no representó para Estados Unidos el final de la Guerra Fría que el mundo esperaba, sino la oportunidad de ocupar los espacios dejados por las antiguas repúblicas soviéticas, expandir su poderío militar y político y someter al viejo mundo hostil a su voluntad.

El último reducto de lo que fue el peso del otro lado de la balanza es Rusia, y hoy es el objetivo a destruir a toda costa.  Un camino que conduce más allá a la China, la competencia comercial norteamericana.

Gracias a esa política de dueños del mundo, se gasta lo que se extrae de los limitados salarios de los trabajadores americanos para enriquecer más a las multibillonarias corporaciones parasitas del gobierno.

En tanto, miles de inmigrantes latinoamericanos a cuya labor debemos la cosecha de vegetales, viven en las sombras por la negativa de darles un estatus legal al tiempo que el gobierno federal prepara a la carrera la bienvenida a cientos de miles de ucranianos como parte del paquete de acción contra la “peliculada” invasión rusa.

Millones de norteamericanos viven en las calles; millones de familias carecen de hogar; decenas de millones enferman y muchos mueren porque no pueden pagar el precio de cobertura médica.

Pero hace falta más dinero para Ucrania, porque tal parece que la guerra fría no era un pleito de dos, sino la ambición de uno.


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